No despertéis jamás a la serpiente,
por miedo a que ella ignore su camino;
dejad que se deslice mientras duerme
sumida en la honda yerba de los prados.
Percy Bysshe
Shelley (1792-1822)
El análisis publicado por The
New York Times en su edición europea de fin de semana hace alusión al
efecto que están teniendo todas las desafortunadas acciones que se han ido
sucediendo en Cataluña y España en los últimos treinta días. El efecto que
subraya el titular es el hecho de que el referéndum ha despertado al largamente
dormido nacionalismo español, y es significativo que el término que más veces
emplean sus autores para referirse a ello sea “fuel”: Catalonia vote revives long-dormant Spanish
Nationalism.
El combustible que alimenta este efecto colateral del impulso
independentista, ha sido precisamente el empeño por llevar a término un
referéndum, previamente sancionado por el tribunal constitucional y por tanto
sin valor efectivo para ser vinculante; y la respuesta desmesurada por parte de
los cuerpos de seguridad del Estado para evitar su celebración. Los
nacionalismos se alimentan mutuamente, y buscan en el otro motivos para la ofensa
de sus grandes cuestiones de principio e identidad, aún a cuenta de exigir
grandes sacrificios y provocar mucho dolor, como recordaba ayer mismo Soledad Gallego-Díaz. No parece una
acción responsable que el gobierno se empeñe en alimentar de razones a una
parte, con objeto de desarmar a la otra. Jugar a las mayorías en una
confrontación España vs. Cataluña no parece emerger de una reflexión por la
resolución del conflicto, sino más bien de un ánimo por su exaltación con una intención
claramente electoralista. Una oportunísima cortina de humo para obviar las inminentes
sentencias por el caso Gürtel, entre otras.
La localización de dos manifestaciones simultáneas el 7 de
octubre, en el centro de Madrid, y replicadas con mayor o menor seguimiento
en todas las ciudades españolas, dan cuenta de dos posiciones posibles que se
ofrecen a la ciudadanía. La primera celebrada en Cibeles, junto al ayuntamiento
de la capital, con un lema tan blanco y vacío de exigencias que no pretende
sustentar más que una voluntad firme de diálogo y reflexión ante un conflicto
que parece irse de las manos a la clase política; y la segunda, localizada en
Colón, al amparo de una bandera española de 294m2 y sostenida por un
mástil de 50 metros, en la que se concentraron quienes exigen mantener la
unidad de España, como principio y fin, sin considerar ni los medios, ni las
consecuencias de emplear según qué medios. Una pretensión que parece ignorar
que España somos una realidad tan diversa como las diecisiete comunidades
autónomas que conforman el Estado, y que en muchos casos estas autonomías
disponen de sus propios estatutos precisamente para regular su auto-gobierno. Los
primeros enarbolaron banderas blancas, los segundos banderas españolas. Los
primeros piden diálogo, los segundos, mano dura. Creo que los periodistas del
NYT encontrarán aquí las imágenes contrapuestas de las dos Españas que mejor
reflejan su análisis, y que tan útiles han sido para que la transición española
se alargue ya por más de cuarenta años. Por cierto, de esto último también se
hace eco el artículo del NYT.
El nacionalismo español ha encontrado la mecha que necesitaba para
despertar de su letargo minoritario. Slavenka Drakulić,
considerada voz independiente y más prestigiosa en la narración de la
descomposición de la antigua Yugoslavia y consiguiente guerra de los Balcanes,
da buena cuenta de esta misma sospecha: la volatilidad incontrolable que genera
una inflamación nacionalista. Ella lo llama virus del nacionalismo, un virus
que está siendo activado, prendido, y alentado ahora en España. Buscando que
despierte esa serpiente de la que tan sutilmente nos advertía Shelley.
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