lunes, 9 de octubre de 2017

No despertéis jamás a la serpiente

No despertéis jamás a la serpiente,
por miedo a que ella ignore su camino;
dejad que se deslice mientras duerme
sumida en la honda yerba de los prados.
Percy Bysshe Shelley (1792-1822)


El análisis publicado por The New York Times en su edición europea de fin de semana hace alusión al efecto que están teniendo todas las desafortunadas acciones que se han ido sucediendo en Cataluña y España en los últimos treinta días. El efecto que subraya el titular es el hecho de que el referéndum ha despertado al largamente dormido nacionalismo español, y es significativo que el término que más veces emplean sus autores para referirse a ello sea “fuel”: Catalonia vote revives long-dormant Spanish Nationalism.

El combustible que alimenta este efecto colateral del impulso independentista, ha sido precisamente el empeño por llevar a término un referéndum, previamente sancionado por el tribunal constitucional y por tanto sin valor efectivo para ser vinculante; y la respuesta desmesurada por parte de los cuerpos de seguridad del Estado para evitar su celebración. Los nacionalismos se alimentan mutuamente, y buscan en el otro motivos para la ofensa de sus grandes cuestiones de principio e identidad, aún a cuenta de exigir grandes sacrificios y provocar mucho dolor, como recordaba ayer mismo Soledad Gallego-Díaz. No parece una acción responsable que el gobierno se empeñe en alimentar de razones a una parte, con objeto de desarmar a la otra. Jugar a las mayorías en una confrontación España vs. Cataluña no parece emerger de una reflexión por la resolución del conflicto, sino más bien de un ánimo por su exaltación con una intención claramente electoralista. Una oportunísima cortina de humo para obviar las inminentes sentencias por el caso Gürtel, entre otras. 

La localización de dos manifestaciones simultáneas el 7 de octubre, en el centro de Madrid, y replicadas con mayor o menor seguimiento en todas las ciudades españolas, dan cuenta de dos posiciones posibles que se ofrecen a la ciudadanía. La primera celebrada en Cibeles, junto al ayuntamiento de la capital, con un lema tan blanco y vacío de exigencias que no pretende sustentar más que una voluntad firme de diálogo y reflexión ante un conflicto que parece irse de las manos a la clase política; y la segunda, localizada en Colón, al amparo de una bandera española de 294m2 y sostenida por un mástil de 50 metros, en la que se concentraron quienes exigen mantener la unidad de España, como principio y fin, sin considerar ni los medios, ni las consecuencias de emplear según qué medios. Una pretensión que parece ignorar que España somos una realidad tan diversa como las diecisiete comunidades autónomas que conforman el Estado, y que en muchos casos estas autonomías disponen de sus propios estatutos precisamente para regular su auto-gobierno. Los primeros enarbolaron banderas blancas, los segundos banderas españolas. Los primeros piden diálogo, los segundos, mano dura. Creo que los periodistas del NYT encontrarán aquí las imágenes contrapuestas de las dos Españas que mejor reflejan su análisis, y que tan útiles han sido para que la transición española se alargue ya por más de cuarenta años. Por cierto, de esto último también se hace eco el artículo del NYT.


El nacionalismo español ha encontrado la mecha que necesitaba para despertar de su letargo minoritario. Slavenka Drakulić, considerada voz independiente y más prestigiosa en la narración de la descomposición de la antigua Yugoslavia y consiguiente guerra de los Balcanes, da buena cuenta de esta misma sospecha: la volatilidad incontrolable que genera una inflamación nacionalista. Ella lo llama virus del nacionalismo, un virus que está siendo activado, prendido, y alentado ahora en España. Buscando que despierte esa serpiente de la que tan sutilmente nos advertía Shelley.

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