lunes, 8 de mayo de 2023

Experiencias simultáneas

 

Sonia Delaunay
Contrastes simultáneos, 1913.
Colección Museo Thyssen-Bornemisza
Óleo sobre lienzo. 46 x 55 cm

Tomo el nombre para esta serie de reseñas, que serán dobles o triples, del proyecto que Sonia y Robert Delaunay desarrollaron durante su estancia en la península ibérica entre 1914 y 1921 (Barcelona, Madrid, Lisboa) y que Sonia denominó en sus diarios “las grandes vacaciones” pero que en la historia del arte se conoce como “simultaneismo”. La lucha que ambos mantuvieron para lograr ese “lenguaje simultáneo del color” fue un empeño que devino después en una corriente que exploró lo que podía dar de sí la experiencia simultánea de la luz. 

Descubrí el trabajo conjunto de los Delaunay gracias a la exposición de 2002 organizada por el Museo Thyssen:

Tras un detallado estudio de las teorías del color, Robert Delaunay llegó a la conclusión de que la fuerza y la paradójica realidad de la luz – su ubicuidad, su energía infinita y su inmaterialidad – sólo se podía representar pictóricamente a través del color. El propio artista denominó a su método de representación de la luz a través del color con el nombre de Simultaneismo.[1]

Desgraciadamente no compré el catálogo, pero sí un librito de Pascal Rousseau. En él leo cómo de ambicioso era el proyecto de una exposición internacional simultanista en la galería Dalmau de Barcelona, prevista para abril de 1917, y cómo la pretensión de los Delaunay no fue generar un -ismo más, una nueva escuela, sino crear una “verdadera dinámica creativa marcada por diferentes manifestaciones de acontecimientos”. [2]  

El poeta Blaise Cendrars escribió un manifiesto sobre los “Contrastes simultáneos” en 1914 que venía a establecer la ambición del proyecto. Cendrars ya había experimentado el alcance de estos “contrastes” en “La Prosa del transiberiano y de la pequeña Jehanne de Francia” (Prose du Transsibérien et de la petite Jeanne de France) un poema de dos metros de altura en su edición original, ilustrado con colores simultáneos por Sonia Delaunay en 1913

Recuerdo un chico que me gustaba mucho en mis 17. Era algo mayor que yo, seguramente no mucho, pero entonces esos años parecían un mundo. Nunca podré olvidar el momento en el que me dijo: “desconfío de la gente que lee más de un libro a la vez”. Palidecí por dentro al entender que no habría futuro posible para nosotros. Ya entonces se me acumulaban en la mesa no dos, sino cinco, siete, diez libros que leía “simultáneamente” haciendo un ejercicio que no he abandonado desde entonces: establecer relaciones de ideas, puentes, entre realidades, entre géneros, entre formas de mirar, de analizar, de criticar los mundos que se generan de forma simultánea en todo lo que leo, escucho, veo, y admiro.

Las experiencias simultáneas que trataremos aquí se centrarán en libros, películas, series, música, cosas que me ocurren a la vez. Experiencias que quiero relacionar entre sí, pero también con mi vida, con lo que les cuento a mis amigas sobre esas experiencias, lo que me gustaría contarles a mis hijos. Cosas que me sorprenden mientras trato de vivir, convivir, y sobrevivir también.


[1] Robert y Sonia Delaunay (1905-1941). Exposición temporal. Del 9 de octubre de 2002 al 12 de enero de 2003. Museo Nacional Thyssen-Bornemisza: https://www.museothyssen.org/exposiciones/robert-sonia-delaunay-1905-1941.

[2] Rousseau, Pascal (1995). La aventura simultánea. Sonia y Robert Delaunay en Barcelona. Barcelona, Publicacions Universitat de Barcelona, p. 32.

domingo, 7 de mayo de 2023

Concha Orcaray dispara

Hay algo tierno y violento en los collages que ha presentado Concha Orcaray en el Ateneo de Córdoba durante la última semana de abril. Las relaciones de ideas que propone la autora mediante imágenes "analógicas" avisan, por un lado, de un ready made, algo que estaba justo allí, listo para ser transformado en un mensaje instantáneo que nos apunta sin concesiones. Y, también, de algo que podríamos llamar "alrededores", de aquello que la autora ha querido, ha buscado, ha deseado, para aquello que no fue sino encontrado: los papeles de agua, el niño fumando para la cerilla, el anuncio de Coca-Cola para una felicitación que reniega de la Navidad. 

Propongo un juego de desconstrucción, antes que de interpretación, para relacionarnos con estas cápsulas de significados. Se trataría de encontrar aquella imagen que entendemos como vehículo, la que aporta tracción al sentido de la obra terminada, y aquellas otras que pretenden ser soporte, el sustrato que permite enraizar la idea. La finalidad de ambas imágenes podría ser intercambiada a criterio del que mira. Tampoco le otorgo más valor a unas que a otras, no creo que se trate de jerarquías, o de establecer un orden. Tan solo propongo jugar con los collages, recomponiendo mentalmente ese juego de significados a los que evocan, con ternura, a través de una sacudida.

Selfi

Selfi, por ejemplo, contiene la esencia de esto que he llamado "Concha Orcaray dispara", en este caso, me gusta pensar que el alrededor somos nosotros, los que miramos ensimismados el dedo que señala el gatillo. Porque un dedo que señala también puede presionar y desencadenar, alborotar.














sábado, 15 de abril de 2023

La luz y “a los pinos al viento”

 (es reseña de)

Luis Vallejo. A los pinos el viento. Madrid: Turner. 2022.

(existe edición en inglés)


El nuevo libro de Luis Vallejo sobre su colección de bonsái—el anterior fue publicado en el año 2000—llega a mi vida en un momento propicio: al fin saludo los días a través de un prisma que es jardín. Dos olivos silvestres centenarios, algunos arbustos de boj (más de diez, yo que cuidaba solo uno) y un ejemplar de mirto en mi puerta, varios jazmines de colección, y una higuera tomada por una delicada Rosa banksiae blanca. Los aromas que regala este jardín minucioso, precisamente descuidado, me van provocando experiencias estéticas que se van tornando cotidianas: el aroma pegajoso de la higuera me lleva al patio de mis abuelos en Miraflores, el jardín de mi infancia, aspiro suavemente y casi puedo escuchar a mi abuela cantar en el interior de la casa; las rosas, a la colección de mi madre en nuestra casa de veraneo, a la infancia de mis hijos que han crecido en aquel jardín-huerto, primorosamente cuidado por mi padre, verano tras verano, también en Miraflores; y el boj… el boj me lleva a los jardines que me descubrió Luis Vallejo en nuestro corto—cortísimo pero intenso—periplo vital compartido. Conocí a Luis Vallejo en junio de 1998. Necesitaba un jardinero “ilustrado” para regar—solo regar, vigilar que no les faltara ni sobrara agua, no parecía mucho, solo precisaba cuidadosa atención—los bonsáis de su colección y la colección que Felipe González había donado al jardín Botánico de Madrid al salir de la Moncloa. Ese día, el jardín dónde se encontraban todos esos árboles, más de cien, protegidos del rigor del verano por unos árboles de los que solo recuerdo su sombra (¿pinos? ¿encinas?) olía profundamente a boj. Profundamente alude a la capacidad que tienen ciertos aromas para instalarse en la memoria, muchas veces un aroma intenso se diluye, un aroma profundo es, para mí, el que permanece, el que provoca esas experiencias estéticas de las que hablaba antes. El placer de recordar a través de los sentidos. Ese día cambió mi vida para siempre. Silenció mis prejuicios—sobre lo que eran, y significaban, aquellos árboles magníficos—y me permitió hacerme jardinera, que no paisajista, just a gardener. Luis me pide que le cuente qué me parece el libro, y por eso escribo aquí, ahora. A través de tres momentos de luz.

Luz de anochecida.

Recibo el libro, deseado libro, pocos días después de su publicación. Es casi de noche, pero no puedo evitar abrirlo. Salgo al jardín, pero apenas hay luz. Comienzo por ojearlo, y a hojearlo. Enseguida entiendo que no es un libro al uso. Las fotografías no revelan la imagen, el objeto, los árboles, las macetas. No puedo identificar los árboles. No veo, pero intuyo. Huelo. Absurdamente decepcionada lo cierro, aunque no lo suelto, y decido esperar. Darle un tiempo. Seguramente tenga que crecer en mí, me digo. Apenas hay texto, así que solo leo algunos poemas sueltos. Me pierdo en los cuadernos de dibujos. No es un libro sobre bonsái como el anterior, me digo también, porque insisto, me resisto a cerrarlo una vez que he vuelto a abrirlo. El libro es un objeto que trata de recoger el proceso vital de Luis a través de sus árboles. Eso es. Quizá. Tendremos que hablar sobre esto.

Luz de la mañana.

Me decido a tomar el libro y salir con él al jardín hoy que hace un día luminoso de primavera, aunque aún frío. Las rosas blancas brillan, titilan, como las estrellas, con un fondo de cielo y cipreses. Descubro por qué estas fotografías de Fernando Maquieira son tan extraordinarias: no tienen brillo y tienen un fondo que cambia con cada árbol. Entiendo que el objetivo no es tanto “representar” el árbol como mostrar las emociones que cada árbol puede provocar. Y recuerdo a Walter Benjamin y su concepto de “aura”: «Una trama particular de espacio y tiempo: la aparición irrepetible de una lejanía por cercana que ésta pueda hallarse». Benjamin consideró que la fotografía participaba en el fenómeno de la “decadencia del aura” de forma definitiva. Sin embargo, las fotografías de Maquieira en “a los pinos el viento” cumplen con el requisito de mostrar no solo el espacio de los árboles, sino su tiempo, su ritmo. Efectivamente, no son esculturas, ni el original ni la fotografía pretenden mostrar una obra terminada, cristalizada. Los árboles siguen respirando, brotando, mudando sus hojas de color. Los árboles se nos aparecen, no se nos muestran. Su aura permanece.

Luz de tarde.

El libro de Luis ha pasado algunos días encima de la mesita del jardín. Se ha llenado de hojitas, una hormiga lo cruza con determinación, parece conocer su camino. Hay bolitas blancas, quizá se hayan desprendido de la parra, quizá tenga cochinilla, o algún hongo. Tengo que echarle un vistazo, de cerca. Seguramente deba hacer algo para evitar que se dispare. La brotación de esta parra—y de una glicinia al otro lado—es un espectáculo: ¡creo ver crecer las hojas! (pero no encuentro las bolitas blancas por lado alguno)

Aún de pie, vuelvo a abrir esta caja de maravillas que es “a los pinos el viento”. Fortuna me lleva ahora al haiku de Benedetti: el bosque crea/ nidos juncos en fin/ vocabulario. El vocabulario que conforma este libro está hecho de imágenes, sean fotografías, estos pequeños poemas que los japoneses llaman haikus, o una pequeña alusión a recuerdos. Todo es contenido aquí. Leve, grácil, estilizado. Parco en palabras, aunque no en significados. Las manos del maestro son, sin embargo, fuertes, grandes, seguras. Las veo en una de las fotografías de Carmen Ballvé: Luis sujeta un lápiz, un cuaderno, y dibuja, parece conversar, en silencio, con el espino aún desnudo: “inclinándose hacia el vacío, como abandonado a la intemperie, como a punto de desplomarse…”

Descubro entonces que las fotografías de Ballvé muestran la rotundidad, la fuerza de estos árboles, de sus troncos, de sus copas—hipnotiza la fotografía a doble página con el pequeño estanque del museo en primer plano y el pino al otro lado—de las suaves cortezas óseas de las sabinas, de los materiales que conforman el hábitat de la colección. Conozco bien de dónde viene cada uno de estos materiales, cada piedra, cada laja, cada soporte, la decisión de combinar hormigón y madera, la pelea continua por mantener el albero, el calibre de las gravas. Y conozco bien esas historias porque también forman parte del relato, de lo que Luis cuenta en cada paseo por su colección. También, la rotundidad de las sombras. Los árboles al otro lado del muro. Aunque parecen servir de prólogo, me entretengo largamente en estas fotografías en blanco y negro. Vuelvo al principio, una y otra vez. Y recuerdo entonces mi último paseo con Luis entre estos árboles, el pasado verano, la primera vez que me habló de este libro. De su emoción. De sus poemas, de sus dibujos.  

Porque, sí, querido Luis, vuela la luz.