miércoles, 21 de mayo de 2008

Revelador y Colorista Orfeo de William Christie en el Teatro Real de Madrid

Dejadme que os cuente todo lo que vi, sentí, experimenté y me vino a la memoria y se me deshizo en palabras escritas el pasado sábado 17 de mayo en el Teatro Real de Madrid.
Sostienen los musicólogos la dificultad que tenemos las personas, incluso las familiarizadas con la música, para disfrutar una partitura que escuchamos por primera vez; que son necesarias una y otra y otra audición hasta que ese misterio se nos revele. El placer será entonces inmenso. Y puede también ocurrir, sostienen, que esta revelación no suceda jamás. La experiencia vivida ayer con L´Orfeo de Claudio Monteverdi en el Teatro Real de Madrid tuvo esa suerte de ocasión reveladora y fascinante por todo lo que de simbólico le atribuyo: soledad ante la realidad de una obra a la que se le asigna la condición de primera ópera de la historia y frente a la genial teatralidad, amén de rigor musical indiscutible, que William Christie le confiere a toda aquella partitura que decide poner en escena. Una revelación que no atribuiré únicamente a la música de Monteverdi sino a lo que le aportan la novísima revisión fidedigna de la partitura realizada por Jonathan Cable en 2007 y William Christie con Les Arts Florisants, la sinceridad y fidelidad al original del primero y la alegría en el desarrollo de su, muy profesional y valiosa, puesta en escena de este Orfeo madrileño de los segundos. Una puesta en escena colorista, brillante y colmada de empatía y solidaridad entre todos y cada uno de los que conforman el montaje: músicos, coro, cantantes, cuerpo de ballet y el magnífico septeto de viento. L´Orfeo que nos fue regalado fue una amalgama de color y coloraturas en registros raramente escuchados en la ópera actual. Buen humor y buen hacer. Lo tuvimos todo para ser felices eternamente, pero fue aparecer esa mensajera, fue morir Euridice, así lo dejó escrito Alessandro Striggio, y se acabó la fiesta. Incluso el descanso, generoso, de veinticinco minutos entre dos partes de una hora de duración cada una permitió solazarse en lo que de vivencia social tiene ir a la ópera, un modo único de compartir experiencias y vocabulario raramente posibles en la vida cotidiana. Entonces el cortile o patio que había acogido los tres primeros actos, que se sucedieron sin ningún tipo de pausa lo que evitó los cada vez más ineludibles aplausos e irritantes toses, se ensanchó hasta ocupar toda la caja escénica durante el cuarto y quinto acto para acoger la representación de la barcaza de Caronte cruzando la laguna Estigia y a un resuelto Orfeo dispuesto a todo con tal de volver a ver a Euridice en el reino de los vivos. Efímeras fueron la intervenciones de la soprano napolitana María Gracia Schiavo (Euridice) (Efímera flor del tiempo es la ocasión, y debe ser cortada a tiempo. Canta Orfeo en su travesía hacia el Hades) y del tenor tinerfeño Agustín Prunell-Friend (Apollo) pero serán difíciles de olvidar. Pero retornemos al inicio, a la escena en escena, a la pradera de Tracia aquí representada por un olivo plateado en el centro del cortile de un palacio renacentista donde William Christie adopta el papel de Claudio Monteverdi regalándonos el cuadro de lo que pudo ser la primerísima representación de L´Orfeo en febrero de 1607 en el Palacio Ducal de Mantua para la celebración del cumpleaños del duque Vincenzo Gonzaga. Los instrumentos, algunos más que instrumentistas, felizmente incorporados a la escenografía gracias a la nivelación del foso con el patio de butacas, fueron todos elegantemente presentados irradiando una belleza y poderosa personalidad. Unos y otros hicieron que la música de Monteverdi tomase una disposición espacial precisa y con ello adquiriese una condición de protagonista legítima, tanto como la puesta en escena, la escenografía, los figurines, todo a cargo de Pier Luigi Pizzi, como los cantantes, el coro o las bailarinas ninfas. Especiales e inusuales instrumentos como el regal, interpretado por el mismo William Christie, un instrumento con connotaciones retóricas infernales que secunda de un modo efectivo la voz de bajo de Caronte (Luigi de Donato) o el arpa doppia, al cuidado de Siobhan Armstrong, en el dulcísimo momento del “Possente spirto”. La interpretación del barítono alemán Dietrich Henschel (Orfeo) alcanza aquí su momento culminante gracias precisamente al arpa doppia, un instrumento muy similar a la lira y con el que Orfeo se mece en su lamento durante casi veinte minutos. Veinte minutos para vencer al tiempo y ganar el silencio de todo un Teatro Real abarrotado y acongojado. La emoción contenida en el lamento de las notas de la voz de Orfeo, una voz bien extraña pero no por ello menos conmovedora, logró detener el discurso del tiempo y mostrar que en la ópera éste no es asimilable al que consumimos día a día. Esta conquista del silencio había comenzado mucho antes, precisamente en el inicio, con la contundente Toccata que conforma el Prólogo. Un sobrecogedor septeto de viento, Les Sacqueboutiers, captó entonces nuestra atención y nos hipnotizó ya para siempre mientras el decorado, ese sobrio palacio ducal que se llenaría más tarde de color y siniestra negrura, emergía de lo más hondo de la caja escénica. Con esta producción propia del Teatro Real, William Christie ha demostrado felizmente por qué con L´Orfeo de Claudio Monteverdi comenzó la historia de la ópera.

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