domingo, 17 de agosto de 2008

tardes de agosto (2)

Hace frío. A veces llueve. Tengo un buen libro para pasar este tipo de días arrebujada bajo una manta, cómodamente instalada en una hamaca o en la cama. Hay poca luz natural pero no me importa encender una lámpara. Necesito leer. También hace viento. Mientras los niños hacen la siesta todo es perfecto, incluso este tiempo desapacible; en cuanto ellos despiertan comienza la carrera frenética de ideas en mi cabecita en torno a la realidad que nos depara septiembre. Ellos son felices, por supuesto. Bien abrigados, con su cara limpia, toman la merienda al aire libre y saltan de la silla enseguida, como poseídos: a jugar... Entonces les miro y comienzo a dar vueltas, hablo con ellos, jugamos a la pelota, nos inventamos una historia sobre animales marinos, o la selva; hacemos un teatrito con la familia de Juanito y Juanita, con su bebé calvo y su preciosa casa con jardín alfombra: se esconde cuando anochece y cierran las puertas para ir a dormir. Tienen dos perros, Zipi y Zape, como los perrillos de Pilar del Pino, un caballo azul y una oveja saltarina que hace chuiqui, chuiqui cuando camina. O echo un vistazo rápido al periódico, sólo leo detenidamente las crónicas de José Ángel Vela del Campo en su periplo europeo por los festivales de ópera. Cómo lo envidio o, mejor, cómo disfruto con sus narraciones. Sueño que yo también lo haré algún día. Aquí los días han comenzado a hacerse más y más cortos, la hora del baño se va pegando sigilosamente a la hora de la merienda y a la hora del riego general, cuando Gonzalo y Manuela persiguen al abuelo y a la abuela, cada uno con una regadera adecuada a su tamaño, solicitando instrucciones precisas sobre dónde pueden verter su preciado tesoro líquido con forma de agua de ducha. Así transcurre al menos media hora. Acarrear cubos de agua caliente hasta el invernadero es también algo que sólo se hace aquí. El invernadero donde germinan las semillas y crecen las plantitas de todo lo forma parte del huerto jardín durante el invierno y la primavera se transforma en verano, con nuestra llegada, en una lujosa sala de baño. Grandes ventanales al paisaje, a las flores, a los abuelos de aquí para allá haciendo carantoñas a los niños que disfrutan en su balde de cinc de un baño antiguo y placentero. Arrancarles de su juego acuático es cada día un drama y un ejercicio de imaginación. Secarles con su albornoz blanquísimo. Acariciarles con aceite de caléndula su piel suavísima, morena, perfecta. Peinarles. Comerles a besos. Un buen pijama de invierno, calcetines, zapatillas (también de invierno) y una chaqueta de lana. Me encanta verles salir en busca de la cena con sus caritas relucientes y su felicidad intacta. La cena no es un trámite ni un sólo día. Hablamos. Leemos. A veces Gonzalo consigue arrancarme el compromiso de ver un capítulo, o dos, o tres, de dibujos animados. Besos para todos. Dientes bien limpios. La nana de la pulga y el piojo y ¡hasta mañana!

viernes, 15 de agosto de 2008

tardes de agosto

Hace calor y un paisaje poderoso de rocas amarillas, o rosas, o verdosas, según la luz o, mejor, según el día, me mantiene pegada, con la vista en el horizonte, hipnotizada. Hace demasiado calor para hacer una siesta placentera (los niños disfrutan de las habitaciones más frescas de la casa) y desde que descubrí los baños en la piscina en el silencio sagrado de la hora más sagrada, la sombra en una hamaca y este paisaje cuajado de chicharras y palomas torcaces nada ni nadie ha conseguido que pase estas dos horas dentro de la casa. A pesar de que hace un calor infernal y de que esto no significa descansar en absoluto. Los niños despertarán enseguida. También leo, aunque con el rabillo del ojo pegado a la gran roca rosa, o naranja o verdosa que preside, al norte, mi paisaje. La línea de paisaje más cercano está dibujada de naranjos, algarrobos, cipreses, olivos, flores rojas, flores blancas, muros de piedra que sigo con un pincel imaginario, como si así pudiese aprehenderlos y aprendérmelos de memoria. Educar el ojo ante esta belleza puede ser tanto como lo que siempre he envidiado a quienes habitan ciudades como Roma, Venecia, Siena... ciudades plagadas de miles de detalles en equilibrio, en graciosa elegancia, en extraña armonía que se derrumba y sin embargo te anima el alma. Y te educa el ojo. Desde mi ducha, hago una ducha antes de los zumos de naranja, de la sandía y los batidos de chocolate, se extiende un plano aparentemente infinito de una glicinia, que ha comenzado a invadir también la casa por mi ventana. Este plano verde sostiene el pueblo de Sóller en su horizonte, abstraído así de su vista convencional: una ciudad que emerge en un vergel de naranjos y montañas lejanas o cercanas, según la luz o, mejor, según el día. Cuando los niños despiertan y pasa la merienda y nos ponemos el bañador y nos vamos todos al agua de la piscina se monta una algarabía que sepulta todo el silencio anterior. Después sucede que el sol comienza su descenso, casi en vertical, hacia el puerto de Sóller y es cuando tomo conciencia del mar, tan cerca, tras estas montañas certeras y mágicas. Respiro hondo. (No suspiro) Entonces pienso aquello: ¡Un día más! ¿o era un día menos?
De puertas adentro recuerdo también, y muy bien, las caricias, los roces, los besos apretados y dulces. Todo ello ha quedado prendido a mi piel como un alfiler. Sucedía a la mejor hora del día, mi favorita siempre, con el calor imperturbable y la habitación con la luz tan medida. El ventilador. El placer. También en cualquier lugar y en cualquier momento. Esto es cierto, ¿verdad? ¿O quizá lo he soñado?. De pronto aquello, que parecía iba a durar eternamente, se desvaneció. Unas agujetas, un dolor de garganta... qué sé yo. De pronto el amor dejó de tener sentido para dar paso, rápido, a la incongruencia. Sueños extraños, celos: desamor.