(es reseña de)
Luis Vallejo. A los pinos el viento. Madrid: Turner.
2022.
(existe edición en inglés)
El nuevo libro de Luis Vallejo sobre su colección de
bonsái—el anterior fue publicado en el año 2000—llega a mi vida en un momento
propicio: al fin saludo los días a través de un prisma que es jardín. Dos
olivos silvestres centenarios, algunos arbustos de boj (más de diez, yo que
cuidaba solo uno) y un ejemplar de mirto en mi puerta, varios jazmines de
colección, y una higuera tomada por una delicada
Rosa banksiae blanca.
Los aromas que regala este jardín minucioso, precisamente descuidado, me van
provocando experiencias estéticas que se van tornando cotidianas: el aroma
pegajoso de la higuera me lleva al patio de mis abuelos en Miraflores, el jardín
de mi infancia, aspiro suavemente y casi puedo escuchar a mi abuela cantar en
el interior de la casa; las rosas, a la colección de mi madre en nuestra casa
de veraneo, a la infancia de mis hijos que han crecido en aquel jardín-huerto,
primorosamente cuidado por mi padre, verano tras verano, también en Miraflores;
y el boj… el boj me lleva a los jardines que me descubrió Luis Vallejo en
nuestro corto—cortísimo pero intenso—periplo vital compartido. Conocí a Luis
Vallejo en junio de 1998. Necesitaba un jardinero “ilustrado” para regar—solo
regar, vigilar que no les faltara ni sobrara agua, no parecía mucho, solo
precisaba cuidadosa atención—los bonsáis de su colección y la colección que
Felipe González había donado al jardín Botánico de Madrid al salir de la
Moncloa. Ese día, el jardín dónde se encontraban todos esos árboles, más de cien, protegidos
del rigor del verano por unos árboles de los que solo recuerdo su sombra
(¿pinos? ¿encinas?) olía profundamente a boj. Profundamente alude a la
capacidad que tienen ciertos aromas para instalarse en la memoria, muchas veces
un aroma intenso se diluye, un aroma profundo es, para mí, el que permanece, el
que provoca esas experiencias estéticas de las que hablaba antes. El placer de
recordar a través de los sentidos. Ese día cambió mi vida para siempre.
Silenció mis prejuicios—sobre lo que eran, y significaban, aquellos árboles
magníficos—y me permitió hacerme jardinera, que no paisajista,
just a
gardener. Luis me pide que le cuente qué me parece el libro, y por eso
escribo aquí, ahora. A través de tres momentos de luz.
Luz de anochecida.
Recibo el libro, deseado libro, pocos días después de su
publicación. Es casi de noche, pero no puedo evitar abrirlo. Salgo al jardín,
pero apenas hay luz. Comienzo por ojearlo, y a hojearlo. Enseguida entiendo que
no es un libro al uso. Las fotografías no revelan la imagen, el objeto, los
árboles, las macetas. No puedo identificar los árboles. No veo, pero intuyo.
Huelo. Absurdamente decepcionada lo cierro, aunque no lo suelto, y decido
esperar. Darle un tiempo. Seguramente tenga que crecer en mí, me digo. Apenas
hay texto, así que solo leo algunos poemas sueltos. Me pierdo en los cuadernos
de dibujos. No es un libro sobre bonsái como el anterior, me digo también,
porque insisto, me resisto a cerrarlo una vez que he vuelto a abrirlo. El libro
es un objeto que trata de recoger el proceso vital de Luis a través de sus
árboles. Eso es. Quizá. Tendremos que hablar sobre esto.
Luz de la mañana.
Me decido a tomar el libro y salir con él al jardín hoy que
hace un día luminoso de primavera, aunque aún frío. Las rosas blancas brillan,
titilan, como las estrellas, con un fondo de cielo y cipreses. Descubro por qué
estas fotografías de Fernando Maquieira son tan extraordinarias: no tienen
brillo y tienen un fondo que cambia con cada árbol. Entiendo que el objetivo no
es tanto “representar” el árbol como mostrar las emociones que cada árbol puede
provocar. Y recuerdo a Walter Benjamin y su concepto de “aura”: «Una
trama particular de espacio y tiempo: la aparición irrepetible de una lejanía
por cercana que ésta pueda hallarse». Benjamin consideró que la fotografía participaba
en el fenómeno de la “decadencia del aura” de forma definitiva. Sin embargo,
las fotografías de Maquieira en “a los pinos el viento” cumplen con el
requisito de mostrar no solo el espacio de los árboles, sino su tiempo, su
ritmo. Efectivamente, no son esculturas, ni el original ni la fotografía pretenden
mostrar una obra terminada, cristalizada. Los árboles siguen respirando,
brotando, mudando sus hojas de color. Los árboles se nos aparecen, no se nos
muestran. Su aura permanece.
Luz de tarde.
El libro de Luis ha pasado algunos días encima de la mesita del
jardín. Se ha llenado de hojitas, una hormiga lo cruza con determinación, parece
conocer su camino. Hay bolitas blancas, quizá se hayan desprendido de la parra,
quizá tenga cochinilla, o algún hongo. Tengo que echarle un vistazo, de cerca. Seguramente
deba hacer algo para evitar que se dispare. La brotación de esta parra—y de una
glicinia al otro lado—es un espectáculo: ¡creo ver crecer las hojas! (pero no
encuentro las bolitas blancas por lado alguno)
Aún de pie, vuelvo a abrir esta caja de maravillas que es “a los
pinos el viento”. Fortuna me lleva ahora al haiku de Benedetti: el bosque crea/
nidos juncos en fin/ vocabulario. El vocabulario que conforma este libro está
hecho de imágenes, sean fotografías, estos pequeños poemas que los japoneses
llaman haikus, o una pequeña alusión a recuerdos. Todo es contenido aquí. Leve,
grácil, estilizado. Parco en palabras, aunque no en significados. Las manos del
maestro son, sin embargo, fuertes, grandes, seguras. Las veo en una de las
fotografías de Carmen Ballvé: Luis sujeta un lápiz, un cuaderno, y dibuja, parece
conversar, en silencio, con el espino aún desnudo: “inclinándose hacia el vacío,
como abandonado a la intemperie, como a punto de desplomarse…”
Descubro entonces que las fotografías de Ballvé muestran la
rotundidad, la fuerza de estos árboles, de sus troncos, de sus copas—hipnotiza
la fotografía a doble página con el pequeño estanque del museo en primer plano y
el pino al otro lado—de las suaves cortezas óseas de las sabinas, de los
materiales que conforman el hábitat de la colección. Conozco bien de dónde
viene cada uno de estos materiales, cada piedra, cada laja, cada soporte, la
decisión de combinar hormigón y madera, la pelea continua por mantener el
albero, el calibre de las gravas. Y conozco bien esas historias porque también
forman parte del relato, de lo que Luis cuenta en cada paseo por su colección. También,
la rotundidad de las sombras. Los árboles al otro lado del muro. Aunque parecen
servir de prólogo, me entretengo largamente en estas fotografías en blanco y
negro. Vuelvo al principio, una y otra vez. Y recuerdo entonces mi último paseo
con Luis entre estos árboles, el pasado verano, la primera vez que me habló de
este libro. De su emoción. De sus poemas, de sus dibujos.
Porque, sí, querido Luis, vuela la luz.